Cuando Ramoncín vuelve a cantar

El artista madrileño vuelve a publicar un nuevo disco después de trece años de silencio, pero su rock urbano se ha evaporado y ya sólo quedan reminiscencias sosegadas y mesetarias. No obstante, sus canciones inéditas siguen ahondando en sus características personales: la temática social, su mordiente carga política y sus personajes marginales de antaño. Pero esto no es suficiente para convencer.

Hoy sale a la venta el último disco de aquel que bautizaron como ‘El rey del pollo frito’ en plena explosión del movimiento punk nacional. Regresa un clásico de la escena musical española, y lo hace con un trabajo discográfico al que ha titulado Cuando el diablo canta, que contiene once nuevas canciones más una versión en directo como bonus track, grabadas todas ellas entre marzo y mayo de 2010 en los Estudios Cata de Madrid junto a un nutrido grupo de músicos, con la producción y la composición del propio Ramoncín.

Sus temas siguen invadiendo la mente con mensajes punzantes y mordaces de corte sociológico y político, pero esa misiva no tiene ni sabor ni envoltorio melódico que recuerde a pretéritos tiempos dorados. Muchas de sus nuevas canciones tratan de apuntar hacia aquel “Marica de terciopelo”, pero sin desgarrar vestiduras. No, ya no contienen aquella frescura natural aunque se muera en el intento.

Se podrían salvar por los pelos algunas composiciones, como “Huellas de sangre” con sus tintes de rocabilly y su sempiterna armónica; “En el Infierno” por su ácida crítica henchida de putas, obispos, cabrones y santos que suena hasta divertida; “La danza de las polillas” cuando se escuchan reminiscencias de aquel mítico “Forjas y aceros”; por hecho y no por derecho se cuela el estribillo de “Quemando puentes”; o la vuelta al rock callejero de “La canción del diablo”. Poco más puede destacarse, lo demás queda para el olvido y no entra por los oídos ni a tiros.

No hay justificación para defender que se vuelve porque hay algo que cantar, si es así hay que expresarlo con garra, intensidad y corazón, y más si se trata de mensajes críticos y punzantes como los de Ramoncín. Eso sólo tiene un lenguaje: el rock, tanto en su vertiente eléctrica como en tempos lentos, porque si no se corre el riesgo de defraudar al personal con tanta llanura esteparia. Tampoco vale aquello del cambio de tercio o de estilo para acometer una nueva etapa musical si el resultado final rechina a la primera escucha, y mucho menos hay coartada para esgrimir que ésta es la profesión de uno, cuando esa labor es una pasión personal y de lo que carece precisamente es de eso, de pasión.

Cuando en 1978 el cantante y compositor capitalino publicaba su primer álbum, Ramoncín y W.C.?, se convirtió en un estandarte para aquella movida punk floreciente aún en el territorio nacional, y ya no se bajó de aquel pedestal por derecho propio hasta enarbolar la bandera del rock urbano con el mítico Al límite, vivo y salvaje, un directo que marcó un antes y un después en su carrera musical, que a partir de entonces fue en caída libre. Después llegaron trece años de mutismo casi absoluto que se rompen ahora con una producción que no se asemeja ya a su pasado sonoro, que ya no tiene esa pegada adictiva y roquera ni por asomo. Se queda en un triste retorno anodino, sosegado y mesetario.

Porque aquel corazón y aquella alma musculosa que ostentaba en canciones como “Hormigón, mujeres y alcohol”, “Al límite”, “Como un susurro” o “Rock & Roll dudua”, han desaparecido en una madurez musical mal fermentada. Es mejor una retirada a tiempo para conservar el honor y la gloria que antiguamente se tenía, es mejor no tentar al diablo con banalidades y convertirse así en una triste copia de lo que uno fue.

Óliver Yuste. 


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